Cuesta mucho formarse una opinión definitiva sobre el papel que la tecnología ha jugado para la educación en tiempos de pandemia, y la dificultad mayor para forjarse una opinión al respecto es que no ha existido elección posible ni tiempo de transición alguno. Estudiantes y alumnos teníamos que lanzarnos de cabeza de la noche a la mañana a una piscina en la que no sabíamos si había agua.
Disfruto de la amistad de muchos profesores que llevan años interesándose e investigando acerca de las posibilidades de la tecnología aplicada a la enseñanza, esos procedimientos que se reúnen en torno al feo acrónimo TIC. En los momentos duros de la pandemia, con colegios y facultades organizados de una manera abrupta, nerviosa e inesperada en una enseñanza virtual, estos expertos en nuevas tecnologías dividían su opinión entre los que veían el momento idóneo para su implantación definitiva y los que pensaban que era una oportunidad perdida. Los primeros, cuando eran muy expansivos y optimistas, llegaban a ofenderme porque olvidaban con demasiada frecuencia que esa oportunidad surgía de la desgracia. Los segundos argumentaban, no sin cierta razón, que el uso obligado y sobrevenido de la educación a distancia podía devenir en una depreciación de estas técnicas, herramientas y procedimientos. En definitiva, que el empacho de tecnología que fue para todos el confinamiento más duro podía hacer que todo lo relativo a la enseñanza a distancia se trivializara o abastardara.
Umberto Eco hizo una definición precisa cuando tuvo la ocurrencia de dividirnos entre apocalípticos e integrados, pues cuando aparece un tema espinoso no tardamos en lanzarnos en uno u otro polo. El mundo de las ideas, cada vez más, se mueve en estos efectos de atracción y repulsión que se encuentran detrás de nuestras decisiones
De lo que no cabe duda es de que estas herramientas y sus usos han llegado para quedarse, por diversas razones. La primera es que tienen unas ventajas reales, aprovechables. Hay mucho de la tecnología que nos puede hacer mejores profesores, mejores alumnos. Pero este tiempo de virtualidad obligada también ha puesto de manifiesto que si queremos avanzar en este campo tenemos que quitarnos al menos tres problemas de base: el primero, y más grave, elevar el sentido de la honestidad y la integridad académica. Erradicar la idea de la tecnología como una serie de herramientas que permiten una picaresca del copia y pega, de la clonación de información, del fraude. El plagio y el trasvase de información sin reflexión debe perseguirse, ahora más que nunca. La segunda es trabajar en la imposición de una etiqueta social electrónica: no podemos encontrar un conferenciante en pijama o un estudiante que se tumba en una hamaca mientras mantiene una reunión con su profesor. Los correos tienen que seguir siendo formales, educados y con la distancia adecuada: no pueden convertirse en una extensión de las conversaciones de whatsapp.
La tercera y última, que los buenos servicios y la buena información tienen un coste. El todo gratis no existe. Si una aplicación es gratuita, es porque toma, manipula y vende tus datos. No podemos dejar que mueran más periódicos o revistas culturales porque nadie quiere pagar por su acceso.
Esta crisis, como todas las que la historia ha dado, es un tiempo renovado de oportunidades perdidas y ganadas.
Rafael Ruiz Pleguezuelos es Doctor en Filología Inglesa y licenciado en Filología Hispánica y Teoría de la Literatura. Profesor de Lengua Extranjera en el Centro de Magisterio La Inmaculada, tambien es escritor y miembro de la Academia de las Artes Escénicas de España.