Cuando era un crío, lo que más necesitaba en la mayor dosis posible y constante de la dopamina del descubrimiento. Tocar esto, mirar aquello, meterse por aquí, probar todo lo que se me pasase por la cabeza. Para mi infantil mente de año y poco, algunos descubrimientos eran más fáciles de entender que otros, como que tocar espinas u ortigas no era divertido. Por otra parte, otros extraños mensajes como las letras que hoy escribo resultaban algo más confusas. ¿Qué significaban?
Al principio, desvelarlo era difícil. ¿Por qué una “g” a veces es “blanda” y otras es “dura”? ¿Cómo va a ser una letra blanda? Encontrar la motivación para aprender todas esas respuestas, tal y como nuestros profesores y familiares querían, resultaba confuso. Una letra no baila, una letra no se mueve, no es divertida, etc.
Entonces descubrí los cómics. A mí, que tanto me gustaba dibujar y ver cosas de todos los colores y formas posibles, me encandiló ver tantas viñetas, ver tantas veces a esos mismos personajes moverse al son de una historia que no podía comprender aún. ¿Por qué ese hombre calvo de gafas largas se transforma en jirafa, en elefante o en pájaro? ¿Y cómo es que el señor de los pantalones rojos que va con él se enfada? ¿Por qué están yendo al campo? ¿Qué están diciéndole al granjero?