La movilidad internacional concebida como un fin en sí misma, es decir, como un desplazamiento, es ya algo extraordinario y plagado de ventajas. Nos permite visitar lugares de gran belleza, cambiar de aires, liberar parte de la tensión y el estrés que vivimos en nuestro día a día, conocer personas nuevas, divertirnos y, por supuesto, aprender.

No obstante, concebir la movilidad como el objetivo final es, en mi opinión, no entender las verdaderas implicaciones de la internacionalización. Cualquier participación en un programa de movilidad que no culmine en un mejor conocimiento de uno mismo y, consecuentemente, del ser humano es, a mi parecer, una experiencia fallida o, cuanto menos, incompleta.

Un mejor conocimiento de uno mismo

Cada vez que hablo con un alumno que acaba de volver de su estancia ERASMUS, me encuentro con un ser humano más maduro que el que dejó Granada unos meses antes; me encuentro con un ser humano con más capacidad de trascenderse a sí mismo en la comunicación con el otro; un ser humano más capaz de afrontar y resolver conflictos; un ser humano con menos miedo al cambio y, por lo tanto, a la vida; en definitiva, un ser humano más feliz.

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